Pilar
Cebrián, de 51 años, desapareció en abril de 2012 en Ricla,
una localidad zaragozana de 3.000 habitantes. Su marido,
Antonio Losilla, tardó casi un mes en denunciarlo, demasiado
tiempo para un esposo preocupado. La policía comenzó la
investigación porque intuyó un posible homicidio. Los restos
de sangre hallados en el garaje del domicilio
familiar
acentuaron la sombra que se cernía sobre el marido. Losilla ha
sido siempre el único
sospechoso para la policía. El asunto
parecía resuelto cuando unos agricultores encontraron una cabeza y un
brazo semienterrados en los alrededores de un pueblo vecino que coincidían en
apariencia con Cebrián. El juez ordenó el ingreso de Losilla en prisión. Pero
las pruebas forenses demostraron que se trataba de otra víctima. La búsqueda de
Pilar permitió encontrar el cadáver de otra mujer, por cuyo asesinato está
acusado su novio. Aun así, el juez decidió mantener a Losilla en la cárcel. El
caso se complicaba.
Los agentes continuaron con sus pesquisas, rastrearon un
pozo de 250 metros en busca del cuerpo e interrogaron a la hija de la víctima.
El doctor José Ramón Valdizán, que se jubiló hace dos años tras ser jefe del
servicio de neurofisiología del hospital zaragozano Miguel Servet durante 21
años, seguía con atención a través de la prensa los avances del caso. Pero,
lejos de anclarse como un mero espectador, pensó que podía hacer algo más.
Desde hacía meses le rondaba la idea de aplicar al campo policial la máquina
capaz de rastrear el cerebro que él utilizó cada día durante dos décadas para
tratar casos de autismo o de déficit de atención en niños. “Hay una señora
desaparecida y yo puedo tener una herramienta con la que ayudar a encontrarla”,
se dijo.
Un científico americano, Lawrence Farwell, fue el primero
que empezó a emplear el test neurológico conocido como Potencial de Evocación
Cognitiva en investigaciones criminales hace ya 13 años. Valdizán pensó
introducir este uso en España. Y un encuentro casual propició que elcaso
Ricla vaya a ser el primero en el que se aplique.
El doctor Valdizán se cruzó hace un año en los pasillos del
hospital Miguel Servet en un día de visita a su antiguo centro de trabajo con
la doctora Cristina Andreu, psicóloga forense del Instituto de Medicina Legal
de Aragón, con la que había trabajado años atrás. En ese encuentro fortuito,
Valdizán le comentó a su antigua compañera la posibilidad de aplicar esta
técnica al caso de Ricla. La investigación acababa de recaer en el departamento
de Andreu: el de violencia de género. Unos meses después el teléfono del doctor
sonó. La policía, impaciente por desatascar el caso, se había interesado por la
prueba. Antes de verano se produjo el primer encuentro en una sala de los
juzgados de Zaragoza. En él estaban presentes representantes judiciales y
policiales y los dos doctores. Valdizán fue el que más habló, les explicó
detalladamente el test, ayudado por un power point.
Allí, sentados alrededor de una mesa, les expuso que el
cerebro es un gran almacén de información y con esta técnica se puede descubrir
si Losilla almacena en el suyo los detalles del supuesto crimen de su mujer.
¿Cómo se puede detectar? La onda cerebral P300 es la delatora. Es un impulso
eléctrico que el cerebro emite 300 milisegundos después de que se le ha
formulado una pregunta. Si el individuo recuerda el hecho por el que se le
interroga, la onda es más alta que si tiene delante algo novedoso. Los
responsables de la investigación reflexionaron y meses después, cuando los
recursos habituales se agotaron, decidieron ponerla en práctica. En octubre,
Valdizán recibió una segunda llamada: el interés por someter a Losilla al
examen había aumentado. Para acabar de convencer al juez, dos agentes del
Cuerpo Nacional de Policía pasaron por la prueba: uno conocía todos los
detalles de la investigación y el otro era ajeno a ella. Los resultados fueron
contundentes: las ondas demostraban que el primero guardaba en su cerebro toda
la información del caso Ricla.
El próximo miércoles, Antonio Losilla se sentará en una
estrecha habitación del centro hospitalario. Solo dos enfermeras le
acompañarán; una, la encargada del ordenador, y otra, para atender al acusado
en caso de que necesite algo. Al otro lado, separado por una cristalera, estará
Valdizán. Colocarán un casco del que salen una decena de cables conectados
tanto a la máquina como a una pantalla en la que aparecerán las ondas. Durante
diez minutos, una sucesión de preguntas aparecerá en otra pantalla que se
situará frente a Losilla. Serán cuestiones sobre el crimen que solo el autor
debería conocer. La policía insiste en que no es una “máquina de la verdad”,
sino una herramienta más para avanzar en las pesquisas.
Lawrence Farwell, desde su despacho de Seattle, se sorprende
gratamente al otro lado del teléfono de que la experiencia se vaya a llevar a
cabo por primera vez en España. El científico estadounidense recuerda
perfectamente la primera vez que su técnica se convirtió en decisiva para
condenar a alguien. Fue en 2000, con James B. Grinder, acusado de la violación y homicidio de
Julie Helton en 1984 en Macon (Misuri), en el corazón del país. Grinder había
eludido en numerosas ocasiones la justicia. El sheriff, convencido
de su culpabilidad no solo en esta, sino también en otras muertes, no lograba
encontrar pruebas concluyentes que lo condenaran, así que recurrió a Lawrence.
El lugarteniente Michael Johnston rememora así la experiencia: “El doctor vino
con la máquina, nos explicó el proceso y comenzamos la prueba. Él estaba solo
con el sospechoso en la sala de interrogatorios y nosotros lo vimos a través de
las cámaras”.
Lawrence asegura que la tranquilidad de Grinder se esfumó a
medida que avanzaba el test: “Llevaba 15 años librándose de la justicia, pensó
que lo iba a hacer una vez más. Pero al acabar admitió su culpabilidad y llegó
a un acuerdo con el fiscal, ante el temor de que el resultado pudiera ser
utilizado como prueba ante el tribunal”. El científico asegura que ha sometido
al método a un centenar de sospechosos, pero que solo en una ocasión sirvió
como prueba ante un tribunal. Fue con Terry Harrington. En su caso, la prueba sirvió para
sacarle de la cárcel en la que permaneció 23 años por un crimen que no cometió.
Su mente no almacenaba esos recuerdos. Farwell es ambicioso sobre su método,
del que asegura que tiene un 99% de fiabilidad: “Si los criminales saben que
podemos meternos en su cerebro, se lo pensarán antes de cometer un crimen,
porque sabrán que no saldrán inocentes”.
La prueba ha generado recelos, sorpresa e interés entre las
partes implicadas en el caso Ricla. El abogado defensor,
Javier Notívoli, ha recurrido el auto del juez porque no quiere que se hagan
“experimentos” con su cliente y asegura que va contra el derecho de su
defendido a no declarar contra sí mismo. A la letrada de la acusación, Soraya
Laborda, también le pilló por sorpresa y se limita a responder que está a la
espera de saber si finalmente la prueba será válida en el sistema judicial español
o no.
Losilla aguarda en prisión hasta el miércoles, fecha en la
que saldrá en un furgón directo al Miguel Servet para que un doctor se adentre
en su cerebro para descubrir, o no, qué pasó con Pilar Cebrián.
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